Autoconstrucción: entre la necesidad y el desperdicio. ¿Dónde queda el arquitecto?


 Por lo regular, la autoconstrucción me resulta fascinante. Hay algo auténtico en observar cómo, con recursos limitados, las personas logran resolver sus necesidades básicas de espacio. En contextos de población vulnerable, cada metro cuadrado tiene un uso específico, cada muro responde a una urgencia, cada ampliación nace de una necesidad concreta: un nuevo hijo, un familiar enfermo, una oportunidad de negocio. Es un urbanismo espontáneo que, si se estudia con atención, refleja con nitidez las prioridades de la vida cotidiana.

Pero no siempre es así.

Y no me refiero únicamente a contextos vulnerables. He visto autoconstrucciones con recursos importantes —terrenos amplios, buen presupuesto, materiales costosos— en las que se construyen palapas, estructuras pesadas, cimentaciones grandes para “iniciar” el proyecto… y es solo cuando llegan a la fachada o a los acabados que buscan al arquitecto. Esto es un error común que puede salir muy caro. Porque el arquitecto no debe entrar al final, sino desde antes de poner la primera piedra.

La orientación del proyecto, la ventilación, las vistas, la prioridad de los usos y el crecimiento a futuro son pilares fundamentales de una buena arquitectura. Ignorarlos desde el inicio es hipotecar la calidad de vida futura, es invertir en un cascarón sin alma, sin sentido, y muchas veces, sin posibilidad de corrección.

Entonces me hago una pregunta inevitable: ¿por qué no se acercaron a un arquitecto desde el principio? ¿Cuántos metros más podrían haberse aprovechado? ¿Cuánto dinero pudo haberse ahorrado o invertido mejor?

Los pecados de la autoconstrucción sin guía

1. Mal aprovechamiento del espacio: Muchas veces se construye sin pensar en la funcionalidad a largo plazo, lo que genera rincones inútiles o circulaciones incómodas.

2. Errores estructurales: Columnas innecesarias, cimentaciones mal hechas o falta de refuerzos que terminan comprometiendo la seguridad.

3. Desperdicio de recursos: Gastar más por desconocimiento. Se compran materiales inadecuados o se hacen reparaciones frecuentes por errores en la ejecución.

4. Falta de confort: Casas que no respiran, que se calientan en verano o son inhabitables en invierno por no considerar la orientación, el viento o la incidencia solar.

5. Estancamiento del crecimiento: Muchas casas dejan de crecer por malas decisiones iniciales: escaleras mal ubicadas, techos que no permiten ampliación, muros que obstaculizan nuevas distribuciones.

¿Qué puede aportar un arquitecto?

1. Planificación integral: Un buen arquitecto no solo diseña; acompaña el proceso con una visión completa, detectando potenciales problemas antes de que surjan.

2. Aprovechamiento del presupuesto: Sabe dónde invertir y dónde ahorrar, eligiendo materiales y sistemas constructivos adecuados al contexto y al bolsillo.

3. Diseño progresivo: Puede proyectar una casa por etapas, permitiendo que crezca de forma ordenada y funcional, conforme a las posibilidades de la familia.

4. Confort y habitabilidad: Diseña espacios que no solo se ven bien, sino que se viven bien. Espacios que respiran, se iluminan y se sienten.

5. Valor a futuro: Una casa bien planeada gana valor con el tiempo. No solo por su estética, sino por su funcionalidad y adaptabilidad.

Hacia una autoconstrucción con acompañamiento

No se trata de desaparecer la autoconstrucción, sino de dignificarla con asesoría profesional accesible. Imaginemos un modelo donde los arquitectos trabajen de la mano con comunidades, donde existan manuales adaptados a cada región, o incluso servicios en línea de bajo costo para guiar a quienes desean construir por su cuenta.

Construir bien no debería ser privilegio de unos cuantos. Porque toda persona —con mucho o poco presupuesto— merece vivir en un espacio digno, funcional y bello. Y porque, al final del día, una buena arquitectura también puede nacer desde la necesidad… si tiene la guía adecuada.

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